Vida, muerte y límite: una lectura antropológica y teológica de Frankenstein de Guillermo del Toro (2025)
La adaptación cinematográfica de Frankenstein dirigida por Guillermo del Toro en 2025 ofrece mucho más que una relectura estética de la novela de Mary Shelley. Bajo la apariencia de una obra de ciencia ficción, la película se revela como una profunda reflexión sobre la condición humana, el sentido de la vida, el lugar de la muerte y los límites —o la negación de estos— en la búsqueda del conocimiento. No se trata tanto de una historia sobre la creación de vida como de una reflexión sobre la imposibilidad de vencer a la muerte y sobre las consecuencias de intentarlo.
En este sentido, Frankenstein no es una crítica a la ciencia en cuanto tal, sino a una ciencia que, al desligarse del amor, del límite y del sentido, termina por deshumanizar tanto al creador como a la criatura.
La muerte como nudo del problema
“Nadie puede vencer a la muerte”. Esta afirmación, implícita a lo largo de la película, constituye su verdadero eje dramático. Víctor Frankenstein no busca simplemente comprender la vida, ni siquiera crearla; su impulso más profundo es abolir la muerte. La muerte de la madre marca el origen de su obsesión y configura su relación con la ciencia como una forma de resistencia frente a la pérdida.
Sin embargo, la película sugiere con claridad que el intento de eliminar la muerte no conduce a una vida más plena, sino a una existencia desfigurada. La criatura, privada del don de morir, queda también privada del descanso, del cierre y, paradójicamente, del sentido. La inmortalidad forzada se convierte así en una crueldad metafísica.
La vida humana, parece decirnos la historia, no es comprensible sin la perspectiva de la muerte. Una cosa es vivir sabiendo que la vida es finita; otra muy distinta sería vivir sin esa conciencia. La muerte introduce gravedad en la existencia: hace que cada decisión importe, que cada amor sea irrepetible, que cada gesto tenga peso moral. Sin muerte, la vida sería indefinidamente aplazable y, por tanto, vacía de urgencia y de drama.
Padre, hijo y la herida del origen
La relación con el padre atraviesa silenciosamente toda la narración. El padre de Víctor, que lo forma en la medicina, transmite una vocación marcada más por la disciplina que por el afecto. La madre muere; el padre muere después, encerrado en un ataúd negro, mientras el de la madre es blanco. Esta simbología no es casual: la vida queda asociada al trauma, y el legado paterno, a una oscuridad no resuelta.
La criatura puede leerse como una personificación del conflicto filial de Víctor: un hijo creado sin amor, engendrado desde la carencia afectiva, al que luego no sabe amar. Víctor no acepta plenamente su condición de hijo, y por eso fracasa como padre. De ahí que la acusación final del hermano —“tú eres el monstruo”— no sea una condena moral, sino una constatación antropológica.
¿Dónde reside el alma?
Uno de los interrogantes más radicales de la película es la pregunta por el alma. ¿Qué es lo que anima realmente a la criatura? ¿Dónde reside aquello que la hace humana?
La película evita una respuesta simplista. La criatura siente dolor, recuerda un nombre, aprende a agradecer, desea pertenecer a una familia, perdona. Nada de esto puede explicarse únicamente en términos de conexiones neuronales o sistemas fisiológicos. El alma no pesa, no se localiza, no se disecciona. Se manifiesta en la libertad, en la memoria, en la responsabilidad y, sobre todo, en la capacidad de amar.
Elizabeth lo expresa con claridad cuando afirma que el único regalo de Dios es la libertad, y que esta se manifiesta en nuestras decisiones. En este sentido, la criatura se vuelve más humana no cuando simplemente vive, sino cuando ama y cuando perdona.
Ciencia, fe y la parodia de la redención
La imaginería cristológica de la película es evidente: la postura de la criatura en la cruz, la tormenta que acompaña su “resurrección”, el nuevo Adán anterior al pecado original. Sin embargo, estas imágenes funcionan como una inversión trágica del misterio cristiano.
Cristo no vence a la muerte evitándola, sino atravesándola. Resucita por amor y por entrega. La criatura de Frankenstein, en cambio, revive por técnica. Se trata de una resurrección sin Pascua, de una vida restituida sin sacrificio, sin comunión y sin redención. Es un nuevo Adán sin amor, y por eso incompleto.
La ciencia, desligada del amor, se convierte en una forma de soberbia. No porque busque conocer, sino porque pretende ocupar el lugar de Dios sin asumir el peso de la responsabilidad y del don.
Amor, memoria y perdón
El aprendizaje más humano de la criatura no proviene del laboratorio, sino de la convivencia: aprende a decir “gracias”, a aplaudir, a reír, a desear formar parte de una familia. El encuentro con el anciano ciego es especialmente revelador: allí donde no hay juicio por la apariencia, emerge la posibilidad de la amistad.
La memoria aparece como condición de lo humano. Solo quien recuerda puede sufrir; solo quien recuerda puede perdonar. El perdón final de la criatura hacia Víctor —pronunciando su nombre, llorando y besando su frente— constituye el momento de mayor altura moral de la película. El creador muere; la criatura vive; y es la criatura quien actúa con una grandeza casi cristológica.
Vida, muerte y límite
Para quienes piensan que el hombre no debería morir, Frankenstein ofrece una reflexión contundente: la muerte no es el fracaso de la vida, sino su condición de posibilidad. No es bella en sí misma, sino en lo que revela. Da forma, cierre y sentido a la existencia, como el punto final a una frase bien escrita.
El intento de negar la muerte conduce a una vida sin forma. La aceptación del límite, en cambio, abre la posibilidad del amor verdadero, de la entrega y de la redención. La vida solo es verdaderamente humana cuando es finita.
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