Una coincidencia sobre ruedas: cuando la estadística y la empatía se dan la mano
Déjenme contarles lo que me pasó hace unos días. Pedí un Uber en Bogotá, me subí, saludé… y la voz del conductor —ese inconfundible acento argentino— me sacudió la memoria. ¡Claro! Ya había viajado con él hace unas semanas. Aquella vez conversamos de su esposa colombiana, del papa Francisco, de River Plate. El reencuentro fue tan inesperado que me hizo pensar: ¿cuál es la probabilidad real de toparte dos veces con la misma persona en una ciudad de nueve millones de habitantes?
El lado numérico de mi sorpresa
Uber reportaba en 2023 más de 180 000 conductores en todo el país, la mayoría rodando por Bogotá. Yo calculo que, entre horarios y zonas donde suelo moverme, mi “universo real” de choferes baja tal vez a unos 5 000. En tres meses había hecho unos 25 viajes. Con esos números, reencontrarme con el mismo conductor cae en un rango de probabilidad bajísimo —del 0,3 % al 3 %, según lo estrecho que sea el grupo—, pero no es imposible. De hecho, con los cientos de miles de trayectos diarios que se hacen en Bogotá, alguien vive un déjà-vu parecido cada hora; esta vez me tocó a mí.
Del dato frío a la conexión cálida
Lo que realmente me marcó no fue la cifra, sino la chispa humana. Ese acento argentino actuó como un anzuelo de la memoria: sin él quizás ni habría notado la repetición. El psicólogo Stanley Milgram hablaba de los “familiar strangers” —esos desconocidos familiares que vemos a menudo sin cruzar palabra. Hoy, el conductor de una app entra en esa categoría junto al portero del edificio o al vendedor de la esquina: rostros (o voces) que nos hacen sentir parte de un barrio dentro del inmenso anonimato urbano.
Bogotá, mi ciudad-vecindario
Aunque Bogotá se extienda hasta donde alcanza la vista, la mayoría nos movemos por microcircuitos de hábito: las mismas vías, horarios fijos, zonas laborales y residenciales. Y el algoritmo de Uber refuerza esa burbuja al emparejar a pasajeros y conductores que comparten radio de búsqueda y franja horaria. Así, mi “ciudad funcional” acaba siendo unos pocos kilómetros y un puñado de personas que, sin saberlo, coincidimos más de lo que dicta el plano.
Elegir el encuentro
La estadística me abrió la puerta; mi voluntad decidió cruzarla. Pude ignorar aquella señal y hundirme en el celular, pero preferí recordarle la charla sobre River y el papa. Ese gesto convirtió diez minutos de transporte en una conversación prolongada y —quién sabe— quizá en el inicio de una amistad improbable.
La lección que me deja el retrovisor
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Las coincidencias me recuerdan que comparto más trayectos de los que imagino.
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La tecnología no mata la sorpresa: detrás del algoritmo late siempre la posibilidad de un intercambio genuino.
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Un mundo enorme cabe en una cabina: basta una voz inconfundible para derrumbar la ilusión de anonimato.
En tiempos de prisas y pantallas, quiero celebrar estos “choques felices” entre destino y probabilidad. La próxima canción de radio, un refrán costeño o un acento extranjero podrían abrirme la puerta a la historia de otra persona. Tal vez no cambien las estadísticas del tráfico, pero sí —al menos— mi jornada y la suya, demostrando que vivir en una megaciudad no significa renunciar a la cercanía.
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