Vivir con pasión en tiempos de indiferencia
Una lectura vital desde “La muerte en Venecia”
“Porque al final, no morimos de cansancio. Morimos de indiferencia.”
Hay libros que uno no termina, sino que lo terminan a uno. La muerte en Venecia, de Thomas Mann, es uno de esos. Al cerrar la última página, no pude quedarme con la lectura habitual —la que gira en torno a la decadencia moral, al extravío del deseo, al colapso de la razón frente al impulso irracional. No. Yo quise quedarme con otra cosa. Con algo que no suele decirse, pero que hoy me parece urgente: la pasión como afirmación de vida.
La pasión como despertar
Gustav von Aschenbach, el protagonista, representa el ideal del hombre riguroso, el artista disciplinado, el ser que ha hecho del orden, el deber y el control su identidad. Un personaje sobrio, admirable, previsible. Pero algo ocurre. En un viaje, conoce a Tadzio, un adolescente que encarna la belleza efímera, lo inasible. Y se despierta algo en él. Algo que ya no puede ni quiere controlar.
Esa pasión lo arrastra. Y lo consume. Pero también lo resucita.
Antes de ser su caída, fue su despertar. Fue el temblor de estar vivo. Y, en el fondo, eso es lo que más nos falta hoy: despertar del letargo de lo funcional. No al escándalo, no a la transgresión banal, sino al asombro que desordena la rutina y nos conecta con la belleza profunda.
Una sociedad sin piel
Vivimos rodeados de ruido, productividad, prisas. Nos enseñaron a ser eficientes, no a ser sensibles. A sobrevivir, no a vivir. Lo que más extraño no es la intensidad de las pasiones, sino la delicadeza del alma.
Falta sensibilidad. Para las personas. Para la vida. Para la belleza. Cada vez me resulta más evidente: hay rostros que no miran, que no sienten, que no se detienen. Personas que corren, pero no saben a dónde. Que producen, pero no disfrutan. Que lo tienen todo, pero no se conmueven por nada.
Gente que dejó de mirar con asombro.
La belleza que no se cotiza
Aschenbach, en su obsesión, nos recuerda que lo bello —cuando es auténtico— no se posee. Solo se contempla. Y ese gesto, que hoy nos parece inútil, es quizás el más necesario. Contemplar. Detenerse. Sentir.
La sensibilidad buena no es debilidad: es profundidad. Es la capacidad de alegrarse con lo sencillo, de llorar con lo humano, de dejarse tocar por lo que no se puede explicar. Es una forma de inteligencia que no busca rendimiento, sino verdad.
Y eso es lo que hemos perdido. El arte de vivir. El arte de estar vivos.
Contra el sujeto de rendimiento
Byung-Chul Han lo dijo con claridad: hemos dejado de ser sujetos obedientes para convertirnos en sujetos de rendimiento. Explotamos nuestra propia libertad. Rentabilizamos hasta el ocio. La vida se convierte en una lista de tareas cumplidas, sin alma, sin pausa, sin profundidad.
Y mientras tanto, el gozo desaparece. La ternura se apaga. El entusiasmo se vuelve sospechoso.
Nos mata el cinismo que se disfraza de madurez. Nos mata el hedonismo que no ama. Nos mata una vida sin latidos.
Quiero otra vida
Yo no quiero resignarme. No quiero una vida sin piel. Quiero vivir con pausa, con presencia, con intensidad. Con sensibilidad. Quiero volver a mirar con asombro, a emocionarme con lo pequeño, a vivir más despacio pero más despierto.
Quiero seguir creyendo que podemos vivir con profundidad, que la belleza no ha muerto, que el alma aún puede abrirse.
Quiero una vida donde la pasión no sea vergüenza, sino homenaje a lo vivo. Donde el arte, la amistad, el amor, la contemplación, no sean lujos ni extravagancias, sino parte del camino hacia una vida plena.
Porque sí, Aschenbach muere. Pero muere vivo. Y eso, hoy, no es poca cosa.
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