Liderazgo y cultura empresarial: recuperar la primacía de la persona
En los últimos años hemos visto cómo la palabra liderazgo se ha convertido en una especie de mantra en las organizaciones. Se habla de líderes transformadores, visionarios, inspiradores; se les atribuye una capacidad casi mesiánica para cambiar la cultura de una empresa, impulsar la innovación o “motivar” a las personas. De forma paralela, la cultura empresarial se presenta como un poder invisible, capaz de moldear conductas y uniformar comportamientos.
Pero, ¿hasta qué punto una empresa debe —o puede— modelar la identidad de quienes la integran? ¿Es el líder un actor que representa el papel que el sistema espera, o una persona real que gobierna desde su propio modo de ser?
Estas preguntas no son meramente retóricas. Nacen de la experiencia cotidiana de quienes, como directivos o consejeros, vemos cómo la fascinación por el liderazgo heroico y la cultura omnipresente puede terminar desplazando el centro de la organización: la persona.
La empresa como comunidad de personas
El profesor Domènec Melé, en su libro The Humanistic Person-centered Company, ofrece un punto de partida iluminador. Su tesis es clara: la empresa es, ante todo, una comunidad de personas que colaboran para un bien común. La dimensión económica es necesaria —sin rentabilidad no hay empresa—, pero no es el fin último.
Desde esta perspectiva, ni la cultura ni el liderazgo pueden concebirse como instrumentos para homogeneizar a las personas. La dignidad humana no se subordina al rendimiento.
Melé propone entender el desarrollo de las personas como un florecimiento integral: crecimiento en capacidades, virtudes y sentido, siempre desde la libertad y la responsabilidad individuales. Desarrollar no es moldear. Significa ofrecer oportunidades para que cada persona despliegue su propio proyecto vital, sin manipular su conciencia ni imponerle una identidad corporativa.
Cultura que inspira, no que invade
En muchas organizaciones se habla de alineamiento cultural como si la cultura fuese un molde único en el que todos deben encajar. El riesgo es evidente: cuando la cultura se absolutiza, la empresa deja de ser espacio de encuentro y se convierte en una máquina de uniformar.
La propuesta humanista de Melé va en la dirección contraria. La cultura es importante, sí, pero como rostro visible de una misión compartida, no como un mecanismo de control. Su función es inspirar, no invadir.
Una cultura empresarial verdaderamente humanista fomenta la confianza, la corresponsabilidad y la apertura a la diversidad de estilos personales. Reconoce que cada trabajador es primero ciudadano, padre, madre, amigo, creyente o buscador de sentido, y que su identidad no termina en la puerta de la oficina.
Liderazgo sin aura mesiánica
Algo parecido ocurre con el liderazgo. El mercado de la formación directiva a menudo vende una imagen de líder casi sobrehumana: carismático, visionario, capaz de guiar a las masas. Esta narrativa, además de poco realista, desconecta del verdadero núcleo del liderazgo, que es el servicio.
El enfoque humanista propone otra cosa: autoridad entendida como servicio, liderazgo que acompaña, escucha y crea condiciones para el crecimiento de todos.
Cada persona que gobierna tiene su propio estilo, que debe nacer del respeto a la dignidad de los gobernados y de la búsqueda de su bienestar. No se trata de actuar un papel ni de encarnar un ideal prefabricado, sino de ejercer la autoridad con autenticidad y prudencia, facilitando la participación y el desarrollo de quienes integran la organización.
Hacia una empresa verdaderamente humanista
Repensar la cultura y el liderazgo desde esta clave no es solo una exigencia ética. Es también una necesidad práctica. Las organizaciones que logran integrar propósito económico y desarrollo humano son más sostenibles, generan confianza y atraen el compromiso genuino de sus colaboradores.
El desafío, por tanto, es pasar de un liderazgo de espectáculo a un liderazgo de servicio, y de una cultura que impone a una cultura que inspira.
Se trata de que cada directivo —sea gerente, jefe de equipo o miembro de junta— ejerza su papel desde su propio modo de ser, respetando la pluralidad de quienes acompañan y poniendo el bien común por encima del brillo personal.
Un camino de autenticidad
En un tiempo que glorifica las etiquetas y los modelos únicos, recuperar la primacía de la persona es un acto contracultural. Significa recordar que la empresa existe para la persona, y no al revés.
Quienes tenemos responsabilidades de gobierno estamos llamados a gobernar personas, no roles; a cultivar comunidades, no tribus uniformes.
Quizá ese sea el verdadero liderazgo que necesitamos hoy: un liderazgo que no se proclama, sino que se ejerce sirviendo.
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