El viento que redime: sobre El viento sopla donde quiere de Susanna Tamaro

 Hay libros que no se leen: se escuchan. El viento sopla donde quiere, la más reciente novela de Susanna Tamaro, es uno de ellos. No porque esté escrita en voz alta, sino porque cada página parece respirada, como si el lenguaje mismo se dejara atravesar por algo invisible. Y no es casual: el título —tomado del Evangelio de Juan— anuncia desde el inicio que el verdadero protagonista del libro no es una mujer ni una familia, sino el Espíritu, ese soplo misterioso que desordena y al mismo tiempo reconstruye las vidas que toca.

Tamaro elige de nuevo la forma del epistolario, esa arquitectura íntima donde la palabra se vuelve confesión y la literatura, un acto de verdad. Tres cartas —a Alisha, a Ginevra y a Davide— forman el itinerario espiritual de Chiara, una mujer que recorre el camino entero del ser humano: del pecado al perdón, de la herida a la gracia. Cada carta es una estación de ese viaje hacia la libertad interior.

La primera, dirigida a Alisha, la hija adoptiva nacida en la India, comienza en la oscuridad. Es la carta de una culpa que busca redención. Chiara recuerda el aborto que marcó su juventud, esa negación de la vida que dejó en ella una herida imposible de cerrar. La adopción de Alisha no es entonces un gesto altruista, sino una forma de reconciliación: amar donde antes se destruyó. Pero Tamaro no se detiene en el arrepentimiento moral; va más allá. Nos muestra que la maternidad adoptiva es un amor aún más radical que el biológico, porque nace de la libertad, no de la sangre. En Alisha, Chiara descubre que el verdadero amor no obedece a la biología, sino al Espíritu: es elegido, no heredado.

La segunda carta, a Ginevra, su hija biológica, contrapone la herencia de la carne a la gratuidad del espíritu. En ella se hace visible el peso de la sangre: los rasgos familiares, las repeticiones de los abuelos, la trama invisible de lo que se transmite sin querer. Pero esa carga genética, que podría separar, se convierte poco a poco en puente. Chiara comprende que el amor hacia Ginevra y el amor hacia Alisha son distintos solo en apariencia. Lo que las une no es la procedencia, sino la ternura que atraviesa el tiempo y vence la diferencia. Tamaro revela así una intuición profunda: el amor, cuando es verdadero, iguala lo diverso. Amar al que viene de ti y amar al que viene de lejos son dos expresiones de una misma realidad: la maternidad como don, no como propiedad.

La tercera carta, dirigida a Davide, el esposo, cierra el círculo. Es la más humana y la más divina. Chiara desnuda su intimidad: recuerda cómo conoció a Davide, cómo su relación se vio sacudida por una injusticia —la falsa acusación de un crimen— y cómo, en medio del dolor, el amor se transformó. La vulnerabilidad de Davide abre en ella un espacio nuevo: ya no ama desde la necesidad ni desde el miedo, sino desde la verdad. En el reconocimiento de sus errores, Chiara se libera. Y en esa liberación aprende que solo quien se deja herir por el amor puede amar de verdad.

Así, las tres cartas trazan una geografía espiritual del alma: La primera, el descenso al abismo de la culpa. La segunda, la reconciliación entre naturaleza y libertad. La tercera, la plenitud del amor redimido.

Y sobre todo ello sopla el viento —ese viento que no se sabe de dónde viene ni a dónde va—, que representa la acción misteriosa de Dios en la historia humana. Tamaro nos recuerda que la vida no se controla ni se planifica: se acoge. Que el Espíritu actúa en el fracaso, en la culpa, en el amor herido, y que a veces la gracia entra por la grieta más oscura.

El viento sopla donde quiere no es solo una novela sobre la maternidad o el perdón; es una meditación sobre la libertad espiritual. Susanna Tamaro, fiel a su mirada compasiva y luminosa, nos enseña que toda existencia humana puede rehacerse si se deja tocar por el soplo del Espíritu. Que amar —en cualquier forma— es la manera más alta de creer.

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