No por mucho madrugar amanece más temprano
Hace unos días leí un artículo en Forbes titulado “Adiós al Club de las 5 AM: la nueva era de la productividad inteligente” (https://www.forbes.com.ec/liderazgo/adios-club-5-am-nueva-era-productividad-inteligente-n79653). El texto gira en torno a la figura de Emily Austen, una joven empresaria británica que, luego de padecer agotamiento, decidió replantear la cultura del sacrificio y proponer un modelo más humano de trabajo. Su libro Smarter invita a abandonar la obsesión por levantarse a las cinco de la mañana —ese mantra moderno del éxito— para escuchar los propios ritmos y cuidar la energía. En apariencia, una propuesta liberadora. Pero, si miramos con detenimiento, revela algo más profundo: la crisis interna del propio sistema que promovió el culto al rendimiento.
La perversión del rendimiento
Byung-Chul Han, en La sociedad del cansancio, había anticipado este colapso. Según él, ya no vivimos bajo un poder que prohíbe, sino bajo un poder que seduce. No hay un jefe que impone: hay un yo que se exige. La consigna ya no es “debes”, sino “puedes”. Y ese “puedo” infinito se convierte en obligación permanente: puedo, luego debo. Así nace el sujeto de rendimiento, que se explota a sí mismo creyéndose libre.
El discurso de Austen y de muchos otros autores contemporáneos del “bienestar productivo” parece una rectificación ética de esa lógica: trabajar con inteligencia, no con sacrificio; medir el impacto, no las horas. Pero en el fondo, lo que se mantiene intacto es la lógica del rendimiento. Seguimos midiendo, cuantificando, buscando optimizar. El descanso se convierte en estrategia. La pausa, en herramienta. Incluso el autocuidado termina siendo un recurso más de productividad. Como diría Han, es la misma jaula, pero decorada de mindfulness y frases motivacionales.
El “Club de las 8 AM” del que habla Forbes es, en cierto modo, la versión amable de la misma trampa: el sistema que antes glorificaba el agotamiento ahora vende la serenidad. El cansancio se recicla como contenido inspirador. Y todos aplaudimos la paradoja de una nueva forma de rendir… sin parecer rendir tanto.
La otra cara del mundo: ¿quién puede darse ese lujo?
Pero el artículo de Forbes me despertó otra pregunta, más terrenal. Vivo en Colombia, un país donde millones de personas se levantan a las cinco de la mañana —o antes— no por elección ni por filosofía estoica, sino porque no hay otra opción. Para muchos, madrugar no es un “life style”, sino una condición de supervivencia. Es el precio de atravesar un tráfico interminable, de llegar a tiempo a trabajos precarios, de sostener familias con sueldos mínimos.
Entonces, ¿a quién están dirigidos estos mensajes de productividad inteligente? ¿A quién le habla Emily Austen cuando propone “seguir el ritmo circadiano propio” o “no sentirse culpable por dormir más”?
A una minoría, sin duda: a los que controlan su tiempo, a los que pueden ajustar su horario, a quienes viven en economías donde el trabajo se elige más que se padece. En buena parte del mundo —en América Latina, África, el sur de Asia— el amanecer no depende del reloj biológico, sino del sistema económico.
Mientras unos aprenden a “medir su energía”, otros no tienen ni siquiera energía que administrar. La economía global del bienestar se sostiene sobre la economía de la supervivencia: el trabajo invisible de quienes limpian, transportan, cuidan y abastecen. El amanecer del éxito de unos se ilumina con las madrugadas anónimas de otros.
La paradoja del amanecer
De ahí la paradoja colombiana: somos uno de los países que más madruga y, sin embargo, uno de los menos productivos según la OCDE. Trabajamos muchas horas, producimos poco valor agregado… y, curiosamente, seguimos apareciendo entre los países más felices del mundo. Tal vez porque la felicidad, como el amanecer, no siempre llega más temprano al que más se apura.
Como dice el refrán: no por mucho madrugar amanece más temprano. Esa frase popular encierra una sabiduría que la cultura del rendimiento olvidó: no todo se acelera con esfuerzo, no todo depende de la voluntad. Hay ritmos que no pueden forzarse sin romperse.
Hacia una nueva comprensión del trabajo
Quizás lo que necesitamos no sea otro manual de productividad, sino una redefinición ética y social del trabajo. Desde el plano filosófico, reconocer que el trabajo no puede seguir siendo un eje importante de la identidad personal y cultural. Desde el plano político, admitir que hablar de bienestar solo tiene sentido cuando las condiciones materiales lo hacen posible.
Byung-Chul Han decía que “la sociedad del cansancio ya no sabe detenerse”. Tal vez América Latina —con su mezcla de esfuerzo, humor y resiliencia— pueda recordarle al mundo que la dignidad no consiste en rendir más, sino en vivir mejor.
Y que madrugar tanto, sin amanecer, es el mayor síntoma de que algo en nuestro modo de trabajar —y de soñar— está profundamente cansado.
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