IA Free (y otras nostalgias humanas)
Anoche, entre amigos, surgió una conversación que ya se ha vuelto parte del aire que respiramos: la inteligencia artificial. No como un tema técnico, sino como una pregunta existencial. Alguien dijo: “Ya la gente no piensa”. Otro agregó: “La IA está haciendo más mal que bien”. Y alguien propuso —medio en broma, medio en serio— que debería existir una etiqueta: IA free. Así como los productos orgánicos se jactan de no tener químicos, los futuros poemas, canciones o cuadros podrían venir con un sello que diga: este producto es humano.
Detrás del chiste, hay una intuición seria: que algo irremplazable está en riesgo. No tanto los empleos (que ya hemos perdido muchas veces, desde los aguateros hasta los linotipistas), sino una forma de estar en el mundo. Si antes la herramienta ampliaba nuestras manos, ahora parece reemplazar nuestra mente. Y eso inquieta.
Pero quizá la frase “la gente ya no piensa” sea menos una crítica a la tecnología que a nosotros mismos. No es que las máquinas nos impidan pensar, sino que nos ofrecen la comodidad de no hacerlo. Como si el pensamiento —esa actividad silenciosa, exigente, a veces dolorosa— se hubiese vuelto un lujo innecesario. Y sin embargo, pensar sigue siendo el acto más humano que existe. No por su utilidad, sino porque nos hace responsables: de lo que creemos, de lo que elegimos, de lo que somos.
La propuesta de una etiqueta IA free revela nuestra nostalgia por la autenticidad. Queremos saber qué tiene huella humana, dónde hay alma detrás del texto. Pero también habría que preguntarse: ¿de verdad podemos separar del todo lo humano de lo artificial? Desde que usamos relojes, libros o telescopios, nuestra mente ha estado asistida por artefactos. La inteligencia artificial no inaugura esa historia; solo la acelera y la vuelve más visible.
El problema, entonces, no es la IA en sí, sino el lugar que ocupa en nuestra vida interior. Si la usamos como copiloto —como alguien dijo en la charla—, nos permite llegar más lejos, más rápido, incluso con más precisión. Pero si le cedemos el volante, acabamos reducidos a pasajeros distraídos, desplazados del sentido del viaje. El riesgo no es que la máquina piense, sino que dejemos de hacerlo nosotros.
Y sin embargo, algo nuevo también se está gestando. Así como desaparecieron oficios enteros y surgieron otros —de los aguateros a los programadores—, quizás esta revolución nos esté empujando hacia trabajos más simbólicos, más relacionales, más humanos. Allí donde la empatía, la presencia o la belleza no se puedan automatizar. La IA puede componer música, pero no puede escucharla con lágrimas. Puede escribir versos, pero no puede saber por qué duelen o consuelan.
Lo IA free tal vez no sea una etiqueta comercial, sino una actitud vital. Significa reclamar un espacio interior no automatizado: escribir una carta a mano, tener una conversación sin pantallas, dejar que el silencio piense con nosotros. Significa, sobre todo, resistirse a la prisa con la que todo se vuelve útil, inmediato, medible.
No estamos ante el fin del pensamiento, sino ante una oportunidad para redescubrirlo. La IA no nos quita el alma; solo nos recuerda que tenemos una. Si la usamos bien, puede liberarnos de tareas mecánicas para dedicarnos a lo esencial: mirar, imaginar, cuidar, amar, crear. Y si la usamos mal, será solo otro espejo donde ver nuestra pereza y nuestro miedo.
Tal vez el futuro no necesite productos IA free, sino personas menos obsesionadas con controlar y más dispuestas a comprender. Porque el desafío no es que la máquina aprenda, sino que el humano no olvide lo que significa ser humano.
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