Cuidar de otros cuando no puedes cuidarte a ti mismo. Steve de Tim Mielants.

Hay directores que no filman historias, sino dilemas. Tim Mielants es uno de ellos. En Steve —su más reciente película protagonizada por Cillian Murphy—, como antes en Pequeñas cosas como estas, el cine se convierte en una radiografía moral: la exploración de un alma que, queriendo hacer el bien, se desintegra lentamente. En ambos filmes hay una misma pregunta que se formula de distintas maneras: ¿cómo conservar la dignidad cuando el mundo se ha vaciado de sentido?

En Pequeñas cosas como estas, el dilema era el del silencio. Un hombre decente se enfrenta al horror institucional de los conventos irlandeses y debe decidir si callar o hablar. En Steve, el conflicto es más íntimo y devastador: el de un director de una escuela para jóvenes conflictivos que ya no puede cuidar ni de sí mismo. La película transcurre en 1996, pero podría suceder hoy; porque la crisis de Steve no es histórica, sino existencial. Es la historia del adulto contemporáneo que se desvive por los otros mientras su propia vida se desmorona.

Cillian Murphy encarna a Steve con una contención admirable. No hay discursos ni gestos heroicos, solo un cansancio que se adhiere al cuerpo. Steve vive en el límite entre la entrega y la autodestrucción: combina alcohol y oxicodona para poder seguir funcionando, para mantener en pie la ficción de que todavía puede salvar a los muchachos que el sistema ya ha descartado. Su dependencia no es un vicio, sino una anestesia. Lo que intenta suprimir no es el dolor físico, sino la conciencia moral de su fracaso.

Tim Mielants filma este deterioro con una sobriedad casi británica: planos cerrados, silencios largos, gestos contenidos. El colegio es un microcosmos del mundo contemporáneo: una institución que ha perdido el sentido de su misión, pero que sigue funcionando por inercia. Steve es su alma fatigada. Como en Pequeñas cosas como estas, Mielants vuelve a mostrar a un hombre bueno que no sabe cómo seguir siéndolo.

Hay una paradoja profunda en Steve: mientras en el colegio es una figura de autoridad y cuidado, en casa es un esposo y padre que apenas logra sostener la apariencia de normalidad. Vive dos vidas, como si la coherencia moral fuera ya imposible. Su fractura interior representa la de una sociedad entera que predica empatía y responsabilidad, pero no enseña a sostenerlas. El director no lo juzga: lo filma con compasión, como quien observa a un santo secular que se sacrifica hasta perder el sentido de su sacrificio.

Entre los muchos recursos simbólicos de la película, dos objetos se convierten en el eje de su lectura ética. El primero es la pelota de tenis, ese fetiche que Steve lanza y recoge compulsivamente. No es un mero tic nervioso: es un intento desesperado de recuperar el control. En un mundo que se le escapa, esa pelota dócil es lo único que obedece. Es un objeto transicional, en el sentido psicoanalítico: el puente entre la ilusión de dominio y la aceptación del caos. Cada rebote es una oración muda, una afirmación de existencia frente al abismo.

El segundo símbolo es la maleta de piedras, que aparece vinculada a los jóvenes de la escuela. Es una imagen de una fuerza trágica: esas piedras son el peso del sinsentido, la carga que los muchachos arrastran como si fuera su destino. La maleta, concebida como instrumento de suicidio, se transforma al final en un acto de rebelión: las piedras no se lanzan contra uno mismo, sino contra el edificio institucional. Mielants convierte ese gesto en una metáfora política: las víctimas devuelven el peso, lanzan la carga que el sistema les impuso. Es una imagen de redención invertida, donde la violencia se vuelve lenguaje.

En ese momento, la película deja de ser un drama social y se convierte en una acusación moral. El blanco del ataque no es un edificio, sino la hipocresía de algunas instituciones que alguna vez prometieron sentido y hoy solo repiten sus formas vacías. Mielants denuncia, con una calma devastadora, la pérdida de la dignidad humana en sociedades que siguen funcionando mecánicamente, sin alma.

Como en Clint Eastwood, hay en Mielants una ética del fracaso. Ambos cineastas observan a hombres que, enfrentados al deber, descubren que cumplirlo ya no basta. Pero mientras Eastwood filma la tragedia moral como epopeya crepuscular, Mielants la convierte en una liturgia del desamparo: el bien no triunfa, solo persiste. En su cine, la coherencia personal es una forma de resistencia inútil pero necesaria, la última llama de humanidad en un mundo sin absolutos.

Steve no busca redención ni consuelo. Nos muestra, con una serenidad insoportable, que cuidar también puede destruir, que la bondad sin autoconocimiento se convierte en martirio. Tim Mielants nos recuerda que la moral no se juega en las grandes decisiones, sino en las grietas invisibles de la conciencia: en el momento en que el hombre bueno comprende que ya no puede seguir siéndolo, pero lo intenta de todos modos.

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