La nueva rebeldía: volver a conversar
Vivimos tiempos paradójicos. Nunca antes habíamos contado con tantas herramientas de comunicación y, sin embargo, rara vez nos hemos sentido tan solos. Lo advierte un artículo reciente de El Tiempo: la tecnología, en lugar de acercarnos, está multiplicando la soledad y convirtiéndonos en ermitaños hiperconectados. En otro reportaje del mismo diario, los Auténticos Decadentes lo expresan de forma aún más provocadora: “Hoy la rebeldía consiste en no estar enchufado todo el tiempo al celular, o pendiente de las redes sociales, sino sino en estar con un libro, tocar la guitarra o la flauta, juntarse con amigos para hacer música, verse las caras y disfrutar de estar ahí, incluso haciendo todo "mal". En un mundo tan masificado, encontrarse a través de la música, ensayar y vivir esa experiencia ya resulta casi raro.. esa podría ser la nueva rebeldía: salir de la pantalla, compartir con otros, estar en la vida real y tener experiencias auténticas.”
Esa afirmación toca un nervio sensible. En un mundo que glorifica la productividad y la inmediatez, el simple acto de conversar sin pantallas, de compartir una mesa sin mirar el reloj, se convierte en un gesto de resistencia. La pregunta es inevitable: ¿qué perdemos cuando reemplazamos los encuentros físicos por interacciones digitales?
La erosión del encuentro
Diversos autores han explorado este fenómeno desde ángulos distintos, pero complementarios. Sherry Turkle, en En defensa de la conversación, demuestra cómo la mediación constante de la pantalla empobrece la empatía y atrofia nuestra capacidad de escuchar. El contacto cara a cara, con sus silencios incómodos y sus matices no verbales, es un laboratorio de humanidad que ninguna videollamada logra replicar.
Algo similar sostiene Byung-Chul Han cuando describe la sociedad del cansancio: individuos aislados, autoexplotados y permanentemente disponibles, incapaces de construir vínculos porque viven atrapados en la lógica del rendimiento. No hay tiempo para lo común, ni para lo inútil, y en esa ausencia se erosiona la vida comunitaria.
Los “no lugares” digitales
El antropólogo Marc Augé hablaba de no lugares para referirse a aeropuertos, centros comerciales o cadenas hoteleras: espacios de tránsito donde no se teje comunidad. Las redes sociales se parecen cada vez más a esos no lugares virtuales: miles de interacciones fugaces, pero poca densidad de encuentro. Confundimos la acumulación de likes con amistad, la mensajería instantánea con diálogo.
Y, sin embargo, sabemos que no es lo mismo. Un abrazo libera oxitocina; una risa compartida, dopamina; una sobremesa larga, serotonina que estabiliza el ánimo. No se trata de nostalgia romántica, sino de neuroquímica básica: somos seres diseñados para el contacto físico y la conversación en presencia.
El valor de lo “inútil”
Aquí aparece la voz de Nuccio Ordine, que en La utilidad de lo inútil defiende la lectura, la música o la filosofía como actividades que no generan beneficios inmediatos, pero sostienen lo humano. Mariano Sigman, en El poder de las palabras, complementa esta idea mostrando que el lenguaje moldea el pensamiento y transforma nuestro cerebro. Y Eveline Crone recuerda que, en la adolescencia, el contacto social es vital para desarrollar empatía y autorregulación.
Lo inútil, entonces, resulta indispensable. Dedicar tiempo a conversar, a leer juntos, a tocar un instrumento en grupo, no es un lujo elitista: es una necesidad biológica y cultural.
Fatiga y resistencia
Michele Serra, en Los cansados, retrata el agotamiento de una sociedad que corre sin descanso y, al mismo tiempo, se siente vacía. Esa fatiga se combate, paradójicamente, con lo que parece improductivo: detenerse, conversar, pensar. Zena Hitz, en Pensativos, habla de la importancia de cultivar la vida interior, de reencontrarse con el silencio fecundo. Higinio Marín, en Humano, más humano, añade que lo cotidiano —un paseo compartido, una sobremesa improvisada— es donde se juega la densidad filosófica de la existencia.
La resistencia, por tanto, no se mide en clics ni en seguidores, sino en nuestra capacidad de sostener conversaciones profundas y de abrir espacios donde habitar lo común.
Distopías demasiado familiares
No sorprende que Black Mirror haya calado tan hondo. Episodios como Nosedive, donde la vida se reduce a calificaciones sociales, o Smithereens, que muestra la ansiedad de la hiperconexión, parecen advertencias urgentes. Y, sin embargo, incluso en sus atmósferas más sombrías, la serie deja abierta una posibilidad: que todavía podamos elegir otra forma de relacionarnos, más humana, más encarnada.
La nueva rebeldía
En este contexto, la rebeldía contemporánea no consiste en gritar más fuerte en Twitter ni en producir más contenido para LinkedIn. Rebelarse hoy significa atreverse a apagar el celular en medio de una comida, mirar a los ojos, dejar que una conversación se alargue sin sentirla improductiva. Significa recuperar prácticas tan sencillas como compartir un café sin prisa, leer un libro en silencio o improvisar música con amigos.
La filósofa Giorgia Bellini lo llama hospitalidad radical: invitar a alguien a la propia mesa, abrir un espacio al imprevisto. Son gestos pequeños, pero en ellos se juega la reconstrucción de lo social.
Conclusión: rehumanizar lo cotidiano
No se trata de demonizar la tecnología, sino de domesticarla. La pantalla puede ser un puente, pero nunca será suficiente. La conversación presencial es insustituible, porque en ella se entrelazan memoria, cuerpo y palabra.
Como profesor y consultor, he comprobado una y otra vez que las ideas más transformadoras no nacen en un correo electrónico ni en un chat de WhatsApp, sino en una pausa compartida, en un pasillo, en una sobremesa.
Quizás haya llegado el momento de asumirlo: en un mundo saturado de estímulos digitales, el gesto más revolucionario es volver a conversar. Ahí empieza la verdadera rebeldía.
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