El hombre equivocado y la ironía del destino. North by Northwest de Alfred Hitchcock

Alfred Hitchcock fue mucho más que el “maestro del suspense”. Si algo demuestra North by Northwest (1959) es que sus películas trascienden el mero artificio técnico para interpelar, aún hoy, a nuestra conciencia moral y a nuestra mirada sobre el cine mismo. Vista en la distancia, esta obra no se sostiene solo por la brillantez de sus efectos o el vértigo de sus secuencias icónicas, sino por la hondura de las preguntas que plantea, disfrazadas bajo la elegancia del thriller.

En primer lugar, Hitchcock articula aquí, como en pocas otras películas, su obsesión con el tema del “hombre equivocado”. Roger Thornhill, un publicista sofisticado pero frívolo, se ve confundido con un espía inexistente y arrastrado a una trama de conspiraciones internacionales. La fuerza del azar, el capricho del destino, bastan para destruir la seguridad de un hombre corriente. La pregunta que se abre es inquietante: ¿quién soy yo cuando los demás me ven como otro? La fragilidad de la identidad, en tiempos de burocracias impersonales y maquinarias políticas, late en cada persecución y en cada malentendido.

Pero Hitchcock no se detiene en la víctima del azar. Thornhill, en principio pasivo y superficial, acaba tomando decisiones que lo comprometen. Pudo haberse retirado, pudo haberse entregado al cinismo de “no es mi problema”, pero elige arriesgarse, incluso proteger a la mujer que lo engañó. Aquí surge el dilema moral central de la película: no siempre elegimos las circunstancias, pero sí elegimos nuestra respuesta. Lo que nos define no es lo que nos ocurre, sino la forma en que reaccionamos. En ese tránsito, el protagonista pasa de ser un dandy encantador a un héroe irónico, pero auténtico.

Este crecimiento interior se despliega en un mundo tejido por la apariencia y el engaño. La identidad ficticia de Kaplan, la ambigüedad de Eve Kendall, la frialdad calculadora del gobierno que sacrifica al individuo por el “bien mayor”, conforman un universo donde la verdad es lo más difícil de encontrar. Hitchcock plantea, con agudeza, una pregunta aún vigente: ¿es legítimo usar a personas inocentes como simples piezas desechables en un juego de poder? La denuncia no es explícita, pero el espectador siente la incomodidad de ver a Thornhill manipulado por unos y otros, reducido a peón en un tablero que nunca pidió jugar.

Ahora bien, la película no solo se enriquece en el plano moral, sino también en el intertextual. Cuando Thornhill finge estar duchándose en un hotel, la escena remite con ironía a Singin’ in the Rain. Allí donde Gene Kelly celebraba la alegría pura, aquí se parodia la despreocupación, transformándola en máscara de supervivencia. Y cuando en la subasta aparece un objeto sin importancia, comprado solo para salvar una situación, no es difícil pensar en el halcón negro del Maltese Falcon, ese “MacGuffin” por excelencia que simboliza los deseos humanos más que un valor real. Hitchcock, en ambos casos, juega con la memoria cinéfila de sus espectadores: el cine dialoga con el cine, y el artificio se reconoce como tal.

Lo magistral de North by Northwest es que todo este trasfondo late sin estridencias, escondido tras un ritmo impecable, diálogos brillantes y un sentido del humor sofisticado. Las persecuciones espectaculares —del avión en el campo abierto a la lucha en el Monte Rushmore— no son solo proezas técnicas, sino metáforas visuales del individuo arrojado a un mundo descomunal. Es ahí donde Hitchcock se muestra más vigente: en recordarnos que todos, en algún momento, podemos ser el hombre o la mujer equivocados, enfrentados a fuerzas que nos superan.

Quizá la vigencia de esta obra maestra se resuma en una frase: no controlamos el azar, pero sí nuestra respuesta al azar. Eso es lo que convierte un thriller de espionaje en una reflexión sobre la dignidad humana. Y eso es lo que hace que, más de sesenta años después, North by Northwest siga siendo un espejo incómodo y fascinante para nuestra propia vida.

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