El futuro de la empresa: de comunidad a transformación social
En una clase reciente escuché dos frases rotundas: “El futuro de la empresa es ser una comunidad de personas” y “la empresa es la institución con mayor poder de transformación de la sociedad”. Me gustan. Inspiran. Pero las tomo con pinzas. Porque si las convertimos en dogma, corremos el riesgo de confundir el horizonte con el mapa y la promesa con los incentivos reales que gobiernan el día a día.
Empecemos por la primera. “Empresa–comunidad de personas” es un ideal fecundo. No es lo mismo coordinar recursos que cuidar vínculos. En una comunidad hay nombres, no solo cargos; propósitos compartidos, no solo metas y resultados. Sin embargo, la palabra comunidad se desgasta cuando se usa como maquillaje para encubrir relaciones asimétricas. Ya conocimos su versión paternalista (“somos una familia”) que ofrecía cancha de fútbol y campamento para los hijos, pero callaba cuando llegaban los recortes. Si de verdad creemos que la empresa es comunidad, entonces debe dolerle lo que le pasa a cada uno. Y eso solo ocurre cuando la arquitectura lo permite: voz en las decisiones, reglas claras, métricas que no castiguen el cuidado, tiempo humano para vivir.
Pienso en una anécdota sencilla que circula en hospitales: un médico veterano le pide a su residente que, para la próxima semana, le cuente algo nuevo sobre la persona que limpia la sala de urgencias; no sobre su rendimiento, sino sobre su vida. El gesto —conocer por su nombre, reconocer su aporte— tiene valor por sí mismo. Pero se vuelve cultura cuando también se traduce en turnos posibles, salarios justos y oportunidades de desarrollo. La comunidad empieza nombrando, sí; se consolida cambiando incentivos.
La segunda afirmación exige todavía más cuidado: “la empresa como mayor poder de transformación social”. Cierto: ninguna otra organización combina hoy capital, talento y velocidad de ejecución al ritmo de muchas compañías. Sus cadenas de suministro alcanzan millones de hogares; sus decisiones de compra pueden, en semanas, hundir prácticas dañinas o impulsar soluciones climáticas. Pero mayor no significa legítimo por sí solo. La empresa transforma; no define qué es el bien común. Para eso existen el Estado democrático, la sociedad civil, la academia, la prensa: contrapesos y foros donde deliberamos fines, no solo medios.
Cuando olvidamos ese límite, aparecen los dos extremos: el tecnosolucionismo (creer que todo problema social se resuelve con un producto y una campaña) y el purpose-washing (proclamar grandes causas mientras se mantienen incentivos que las contradicen). El antídoto no es renunciar al propósito; es atarlo a estructuras que lo vuelvan verificable: gobierno corporativo que incluya a las partes afectadas, transparencia en la cadena de suministro, bonus ligados a impactos y no solo a márgenes, coherencia entre lo que se firma y el lobby que se financia.
Hay un hilo que une esta discusión con nuestra reflexión de semanas anteriores sobre el sentido del trabajo: la dignidad. La empresa puede ser comunidad y puede transformar, pero solo será buena empresa si humaniza el trabajo. Eso implica, en la era algorítmica, cosas muy concretas: derecho a desconexión, límites a la vigilancia digital, participación en la gobernanza del software que asigna tareas, formación continua para que nadie quede condenado a lo rutinario que pronto automatiza una máquina. Y —lo digo adrede— ocio creativo: ese espacio que permite pensar, aprender, componer, cuidar. No es lujo; es la condición para que la técnica no nos vacíe por dentro.
¿Entonces? ¿Nos quedamos sin frases potentes? Al contrario. Propongo dos, más incómodas pero más útiles.
La primera: Comunidad con reglas efectivas. Comunidad no es eslogan amable: es estructura. Se mide en voz efectiva, en reglas que protegen a los frágiles, en métricas que valoran el cuidado, en tiempo preservado para la vida. Una empresa que decide acortar reuniones, eliminar correos fuera de horario y dar espacios reales de aprendizaje está diciendo: aquí la persona importa más que la inercia.
La segunda: Poder con límites y transparencia. Si la empresa tiene una capacidad enorme de transformar, bendito sea. Pero ese poder pide límites y alianzas: marcos públicos exigentes, auditorías independientes, diálogo con sindicatos y comunidades, academia que evalúe, prensa que pregunte. La palabra clave es corresponsabilidad. La transformación social duradera no se decreta desde un consejo de administración ni desde un ministerio; se teje entre actores que se respetan y que se controlan mutuamente.
Vuelvo al hospital. El liderazgo impresionante no fue una charla motivacional; fue un médico que pronunció un nombre y pidió conocer una historia. Ese mismo espíritu es el que necesitamos escalar: ver, reconocer, ajustar procesos, compartir poder. Si la empresa del futuro es comunidad, que se note en la agenda y en la nómina. Si es motor de transformación, que acelere donde la sociedad decidió avanzar; no por encima de ella.
En resumen, sí a la comunidad que organiza el trabajo para que nos haga más humanos. Sí a la empresa que transforma porque se deja transformar por reglas justas y por la realidad de las personas. Y no a los atajos retóricos. Las frases inspiradoras abren puertas; los cambios de incentivos las mantienen abiertas. Ahí se juega —con nombres propios— la credibilidad de todo lo que decimos sobre el futuro de la empresa.
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