El crepúsculo de los dioses de Billy Wilder: un espejo roto de Hollywood

Hay películas que envejecen con la dignidad de los clásicos y otras que, como Sunset Boulevard (1950), se mantienen vivas porque contienen una verdad incómoda que sigue latiendo en nuestro presente. Al revisitar la obra maestra de Billy Wilder, uno no puede evitar sentir que no estamos simplemente frente a la historia de Norma Desmond, la diva caída del cine mudo, sino ante una radiografía del poder corrosivo del dinero, la fama y la soledad.

La mansión de Norma es el símbolo más evidente: un palacio que en lugar de abrirse al mundo se convierte en cárcel. Allí dentro, las puertas no necesitan chapas porque el encierro no es físico, sino psicológico. Norma vive atrapada en un universo hecho de espejos, recuerdos y películas mudas que ya nadie quiere ver. Joe Gillis, el guionista fracasado que entra en esa casa buscando seguridad económica, pronto descubre que el lujo es solo fachada: bajo el mármol y las arañas de cristal hay un vacío imposible de llenar.

El amor tampoco puede comprarse. Norma lo intenta de todas las maneras: regalos, coches, fiestas privadas con músicos que tocan para nadie. Cree que con dinero puede retener a Joe, pero lo que ofrece no es amor, sino un contrato implícito de servidumbre emocional. Joe lo sabe desde el inicio, y esa es la grieta que lentamente conduce a la tragedia. La relación entre ambos es un espejo roto: ella busca devoción, él busca subsistencia. Ninguno encuentra lo que anhela.

La locura de Norma es la consecuencia de haber confundido fama con vida y amor con posesión. Su egocentrismo no es capricho superficial, sino enfermedad cultivada por un sistema que primero la encumbró como estrella y luego la desechó sin piedad. Ella lo dice sin titubeos: “Las estrellas no tienen edad”. Pero esa frase no es más que un intento desesperado de negar el paso del tiempo. La realidad es que Hollywood ya la ha olvidado, y lo único que le queda es fingir que el mito sigue vivo.

En este engranaje, el papel de Max, el mayordomo, resulta tan inquietante como conmovedor. No solo fue su primer marido, también su director y ahora su sirviente. Vive para sostener la ilusión: escribe las cartas falsas de admiradores, manipula la realidad para que Norma no despierte. Cuando Joe lo descubre, Max responde con una frase lapidaria: “Ella nunca lo sabrá”. Su misión es mantener intacta la mentira. Max representa el lado oscuro del amor incondicional: un amor que no libera, sino que perpetúa la cárcel.

Billy Wilder dirige esta tragedia con una mezcla única de cinismo y poesía. Su decisión de comenzar con un cadáver narrando su propia historia es una declaración de principios: la película es un epitafio, un réquiem para Hollywood y sus dioses caídos. La mansión gótica de Norma parece un escenario expresionista, mientras que las oficinas de guionistas y las fiestas de productores muestran el realismo más descarnado. En esa tensión entre lo grotesco y lo cotidiano se mueve toda la película.

Las actuaciones elevan aún más el resultado. William Holden encarna a Joe con una sobriedad que contrasta con los gestos desbordados de Gloria Swanson. Él es ironía y desencanto; ella, exceso y teatralidad. Esa combinación genera una química magnética, como si la pantalla se dividiera en dos estilos de actuación enfrentados. Swanson, con sus ojos desorbitados y su lenguaje corporal propio del cine mudo, se convierte en el retrato vivo de una era que no supo morir con dignidad. Su escena final, descendiendo la escalera, confundiendo cámaras policiales con cámaras de rodaje, es quizá uno de los momentos más memorables de la historia del cine. Allí, Norma logra su último papel: el de una estrella que, aunque derrotada, sigue creyéndose inmortal.

No menos relevante es la aparición de figuras reales del Hollywood clásico, como Cecil B. DeMille interpretándose a sí mismo o Buster Keaton jugando al bridge. Son cameos que funcionan como fantasmas: presencias de un pasado glorioso que ahora solo sobreviven en forma de eco. Y la elección de Erich von Stroheim como Max añade una capa más de ironía, pues en la vida real él también fue un director del cine mudo que vio frustrada su carrera.

Sunset Boulevard no es simplemente una película sobre la decadencia de una actriz, sino sobre la decadencia del propio sistema que crea y devora ídolos. Norma Desmond encarna la promesa envenenada del estrellato: riqueza y fama que, cuando se convierten en absolutos, destruyen al ser humano. Joe lo paga con su vida, Max con su dignidad, y Norma con su cordura.

Al final, lo que queda es la paradoja más amarga: Norma consigue cumplir su sueño. Las cámaras vuelven a enfocarla, los reflectores iluminan su rostro, y ella desciende las escaleras convencida de estar rodando una película. En realidad, está siendo arrestada por asesinato. Pero en su mente, Hollywood le ha devuelto lo que más anhelaba: el escenario. Esa es la ironía genial de Wilder: el sueño de Norma se cumple justo en el instante en que su vida se derrumba.

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