Algoritmos y domiciliarios: la paradoja de la cuarta revolución
El repartidor en bicicleta que zigzaguea por el tráfico mientras consulta el móvil encarna mejor que ningún robot de laboratorio lo que algunos llaman la Cuarta Revolución Industrial. El paquete que entrega nace de fábricas automatizadas, se vende en una plataforma impulsada por inteligencia artificial y llega a tu casa -después de poner su vida en peligro saltándose semáforos en rojo para llegar antes de 10 minutos- gracias a una app que gobierna, segundo a segundo, la ruta, el precio y la reputación del mensajero. No hay jefes a la vista, pero hay un algoritmo que decide todo. Esta es la paradoja contemporánea: la tecnología capaz de liberarnos de tareas repetitivas ha alumbrado un sistema que fragmenta el trabajo en micro-tareas y vuelve a tensar viejas preguntas sobre dignidad y seguridad.
Del contrato a la tarea
Hace apenas una década, hablar de “empleo de por vida” sonaba anticuado. Ahora incluso el “empleo” a secas parece un lujo reservado a plantillas cada vez más estrechas. Plataformas de reparto, transporte o micro-servicios digitalizan el destajo: cada pedido es un acuerdo efímero, pagado al minuto y geolocalizado. La promesa es seductora: autonomía, horarios elegidos y la posibilidad de “ser tu propio jefe”. La realidad recuerda al primer capitalismo industrial: largas jornadas encadenando viajes para alcanzar un ingreso decente, dependencia de picos de demanda y ausencia de red de seguridad si algo falla —una enfermedad, un pinchazo, la batería agotada.
El jefe invisible
El taylorismo del siglo XX ponía al capataz con cronómetro en la fábrica. El del siglo XXI es un algoritmo opaco. Evalúa tiempos de respuesta, rechazos, valoraciones de clientes y, con todo ello, asigna viajes o los retira. No grita, pero una flecha roja en la pantalla basta para “invitar” al domiciliario a pedalear más rápido. La frontera entre recomendación y disciplina se vuelve borrosa. Además, cada trabajador compite contra una estadística que nunca duerme: siempre habrá alguien dispuesto a aceptar el pedido que tú descartas, porque la app lo está publicitando simultáneamente a docenas de teléfonos.
La cultura popular ha bautizado esta lógica como bossware. No hace referencia solo a las plataformas de reparto; incluye software que mide pulsaciones de teclado, periodicidad de clics o atención a la webcam en oficinas híbridas. El sueño de la flexibilidad degeneraría en nueva forma de control si no mediara una respuesta social. Esa respuesta, tímida pero creciente, ya tiene dos frentes: la regulación y la auto-organización.
Regulación en camino
En 2024 la Unión Europea aprobó la primera directiva que obliga a las plataformas a revelar criterios algorítmicos, prohíbe decisiones puramente automatizadas en materia de despido y establece indicios de relación laboral cuando la empresa fija precio, horario o normas de vestimenta. No es una revolución, pero reconoce que el algoritmo puede ser tan empleador como la antigua mesa de recursos humanos. Países latinoamericanos y asiáticos observan con atención: si los flujos de capital son globales, también deberían serlo los derechos básicos.
Sindicatos de código y bicicleta
El segundo frente es la auto-organización de los propios riders. Lo hacen por Telegram, Discord o cafés de barrio, compartiendo trucos, comparando tarifas y, en ocasiones, convocando paros flash que rompen el mito de la atomización absoluta. Surgen cooperativas de plataforma: aplicaciones propiedad de los propios repartidores que reparten beneficios según horas reales y no según fórmulas secretas. No será fácil competir con gigantes financiados por capital de riesgo, pero la mera existencia de alternativas anuncia que el relato de la “inevitabilidad” tecnológica empieza a resquebrajarse.
¿Qué queda del artesano?
En la primera entrega recordábamos la dignidad del artesano que veía su obra completa. Después, la fábrica le arrebató esa visión. La tercera revolución digital se la devolvió en parte al programador y al diseñador. Ahora el algoritmo parece empeñado en devolvernos a la pieza intercambiable. ¿Está todo perdido? No necesariamente. El mismo software que asigna rutas genera datos que podrían sustentar pisos de ingreso garantizado; la misma inteligencia artificial que calcula precios podría planificar logística de salud o de alimentos con criterios de equidad y sostenibilidad. El problema, otra vez, no es la herramienta sino el propósito que le damos.
Humanizar la cuarta revolución
Hannah Arendt distinguía labor, trabajo y acción; añadamos una cuarta categoría: gobernanza. Labor será inevitable mientras tengamos estómago; trabajo crea mundo; acción teje comunidad; gobernanza decide quién controla los algoritmos que median lo anterior. Hoy esa decisión no puede quedarse en los consejos de administración ni en código cerrado. Como consumidores votamos con clics; como ciudadanos, con legislación; como trabajadores, con organización. Y, como individuos, con la negativa a confundir flexibilidad con disponibilidad infinita.
La Cuarta Revolución Industrial se define a menudo en términos de robots, gemelos digitales e inteligencia artificial generativa. Pero su verdadero rostro es humano: el domiciliario que llega empapado a entregar una comida, la programadora que ve su evaluación anual resumida en un dashboard, el profesional independiente que intercambia habilidades en plataformas globales. Si la tecnología no se orienta al bien común, volveremos a escuchar los mismos lamentos que ya se alzaron bajo las chimeneas. Si, por el contrario, la colocamos bajo principios de transparencia, límites y participación, quizá logremos que el algoritmo trabaje para la persona y no al revés.
La próxima década decidirá si la bicicleta conectada limpia el aire y dignifica a quien pedalea o si el ruido de su cadena será solo un eco nuevo del viejo silbato industrial. De nosotros depende.
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