Labrar el jardín: una mirada al trabajo desde el origen de la humanidad
Primera entrega de la serie “¿Qué significa trabajar?”
El trabajo como pregunta vital
¿A qué te dedicas?, ¿En qué trabajas? suele ser la segunda cosa que preguntamos después del nombre. No es casual: durante años he reflexionado sobre cómo el oficio/trabajo moldea la identidad y quiero compartir esa exploración en tres columnas. Hoy retrocederemos al origen: del mandato bíblico a los oficios artesanales; la próxima entrega abordará la revolución industrial y la tercera, nuestro presente algorítmico. El hilo conductor será siempre el mismo interrogante: ¿qué significa el trabajo para el ser humano?
“Ut operaretur” — labrar y guardar el Edén
La primera escena laboral de la historia judeocristiana es serena, muy tranquila. «Tomó, pues, el Señor Dios al hombre y lo puso en el jardín del Edén para que lo cultivara y lo guardara» (Gn 2,15). El latín resume el encargo en dos palabras: ut operaretur. Antes de cualquier caída, falta o fatiga, trabajar significa cooperar: continuar la obra creadora, hacer fértil lo recibido. No es castigo ni penuria, sino participación gozosa. (El cansancio, el sudor y la pereza vendrán después).
Ese mandato originario ya contiene dos rasgos esenciales. Primero, la relación con la tierra: cultivar implica respeto, no explotación; guardar exige custodiar para los que vienen. Segundo, la libertad: Adán y Eva están llamados a colaboran con el plan creador de Dios con libertad, no por fuerza, no por obligación. Aquí el trabajo aparece como vocación, como elemento constitutivo del recien creado humano, no como condena.
Labor: sobrevivir y descansar
Sigamos el hilo histórico. Cuando el ser humano sale del Edén y pisa el mundo que hay afuera del Paraiso, la prioridad es simple: sobrevivir. Arar, sembrar, cazar, pastorear. La mejor metáfora es la rueda: cada jornada repite el ciclo de necesidad —comer hoy para tener fuerzas mañana— sin acumular gran cosa. En La condición humana, Hannah Arendt llama a esta dimensión labor: la actividad indefinida de las manos que satisface necesidades biológicas.
Lo notable es que, cumplida la cuota diaria, aparece un ocio primordial: tiempo para narrar mitos, bailar alrededor del fuego o simplemente contemplar el cielo. No es holgazanería; es reconocimiento de límites. La vida antigua entiende que trabajar se ordena al vivir, no al revés. En sociedades agrícolas tradicionales, las estaciones y la luz solar marcan la agenda: cuando el sol cae, el labrador descansa.
De la labor a la artesanía
Con el paso de los milenios la destreza se afina: manos que antes arrancaban raíces y frutos empiezan a dar forma a la arcilla o al metal. Nace la vasija, la lanza pulida, el telar. Aquí Arendt distingue una segunda categoría: trabajo u “obra” (work). Ya no es solo reponer lo consumido, sino fabricar algo duradero y útil. La jornada deja de ser rueda y se convierte en línea: construir un lugar dónde vivir, con puertas y ventanas, o un puente proyecta el presente hacia el futuro.
La artesanía inaugura también la singularidad: el alfarero imprime su sello, el tejedor su patrón, la forja su martillo. Cada objeto lleva el carácter de quien lo fabrica y, a la vez, responde a una necesidad colectiva. Es la primera vez que surge el orgullo profesional: “dime qué oficio dominas y te diré quién eres”.
El trueque y la naciente economía
Cuando ese artesano produce más de lo que su familia consume, descubre que el excedente puede intercambiarse. El trueque —un jarro a cambio de un trozo de cuero— es el inicio de la economía: “lo mío para lo tuyo”, sin dinero de por medio. Sin embargo, el intercambio exige confianza, contabilidad rudimentaria, rutas seguras. Así aparecen los primeros mercados, ferias periódicas y, con ellos, el oficio del mercader. Sin quererlo, el trabajo empieza a distanciarse de un mismo lugar, del suelo y empieza a recorrer caminos en busca de nuevos compradores.
“Neg-otium”: negar el ocio
Es en ese momento cuando la lengua latina sellará una paradoja que arrastramos hasta hoy. Los romanos llamaban ōtium al tiempo libre dedicado a la filosofía, la amistad o la vida pública. Todo lo que interrumpía ese reposo se denominaba negōtium: literalmente, negación del ocio. El senador debía atender pleitos, administrar fincas, firmar contratos; solo después podía retirarse a su villa para leer a los estoicos. A medida que el comercio se vuelve permanente, el negocio deja de ser interrupción y se convierte en centro de la vida. La “negación del ocio” se impone como norma: estar ocupado significa ser útil, responsable, incluso virtuoso.
La época clásica ya conoce la tensión que hoy vivimos: ¿cuánto tiempo pertenece al trabajo y cuánto a la existencia contemplativa? Roma la resolvía alternando temporadas; nosotros, nosotros respondiendo o reenviando mensajes o correos a cualquier hora.
Trabajo: cuando la cabeza se une a la mano
Volvamos a Arendt. Para ella, el salto decisivo se produce cuando la mano artesana se alía a la mente teórica. La geometría griega permite diseñar catedrales; la aritmética india engendra contabilidad; la física renacentista inspira relojes de precisión. El saber técnico se formaliza en la escuela y, más tarde, en la universidad. Surge el ingeniero medieval, el maestro constructor, el navegante que traza mapas estelares. Su tarea ya no se limita al taller; debe manejar números, planos, proporciones. Estamos ante el nacimiento del concepto moderno de trabajo: actividad orientada por conocimiento, capaz de multiplicar la productividad y transformar el entorno a gran escala.
Este proceso sigue siendo humano en el sentido profundo: la herramienta amplía el brazo, pero el criterio sigue en la persona. Cada innovación técnica —del torno al astrolabio— es un testimonio del ingenio y de la esperanza de trascender los límites físicos.
Mirar hacia la segunda entrega
Con la irrupción de la máquina de vapor, el reloj y la fábrica —tema de nuestra próxima columna— esa alianza entre mente y mano se acelerará hasta volverse vértigo. El neg-ocio ya no será interrupción del ocio, sino ocupación plena; la jornada fija, el salario y la empresa-familia consolidarán la “sociedad de empleados”. Pero no nos adelantemos. Quedémonos hoy con tres ideas que laten bajo nuestra historia común:
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Trabajar es cooperar con la creación y con los otros; nació como gesto de cuidado, no como condena.
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El ocio no es enemigo del trabajo, sino su respiro natural; negarlo por completo siempre termina pasándonos factura.
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La técnica amplifica la labor: cuando el saber ilumina la mano, el trabajo se vuelve obra y nos hace más humanos.
La próxima semana veremos cómo ese mismo anhelo de superación desembocó en chimeneas, cadenas de montaje y, paradójicamente, en la siniestra consigna que colgaba sobre Auschwitz: Arbeit macht frei. Allí se pondrá a prueba la frase que hoy defiendo: el trabajo dignifica solo si respeta la dignidad de quien lo realiza. Hasta entonces, los dejo con una pregunta sencilla que vale tanto para el hortelano del Edén como para el programador que me lee: ¿Para qué trabajas realmente?
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