“Vértigo”: El crimen perfecto, el alma fracturada
Pocas películas se prestan a una disección tan rica y escalonada como Vértigo (1958), la obra maestra de Alfred Hitchcock. Lo que a primera vista podría parecer un thriller psicológico sobre la obsesión amorosa y el engaño, es en realidad una profunda meditación visual sobre la identidad, la culpa y la imposibilidad de poseer lo amado sin destruirlo. Revisitar esta película no solo confirma su maestría formal, sino que revela un drama moral oculto bajo la superficie del suspenso.
Uno de los elementos más fascinantes de Vértigo es su aparente minimalismo actoral. Con apenas cuatro personajes centrales —Scottie, Judy/Madeleine, Midge y Gavin Elster— Hitchcock construye un mundo cerrado, casi teatral, donde cada figura carga consigo tensiones íntimas y símbolos más grandes que sí mismos. El resultado es un relato denso, psicológico, de resonancias míticas, donde todos los hilos de la tragedia están tendidos desde la primera escena.
Esa escena inicial —el policía cayendo al vacío mientras Scottie, paralizado por el miedo, lo observa— funciona como una prefiguración simbólica de todo lo que vendrá. Filmada en estudio con recursos técnicos austeros pero precisos, esa caída no solo desencadena la trama: introduce el vértigo moral que recorrerá toda la película. No es solo miedo a las alturas: es el vértigo de enfrentarse con la verdad de uno mismo.
Y si hay un personaje que encarna el mal con precisión quirúrgica, es Gavin Elster. Su intención no es solamente matar a su esposa: es construir un crimen perfecto, en el que otro hombre —Scottie— cargue con la culpa emocional. Elster no tiene remordimientos. Como un diablo jesuita, ejecuta su plan con frialdad, vestigios de nostalgia y una sonrisa cortés. Es el antagonista invisible que desencadena un drama existencial más que criminal. Su éxito, más que en el asesinato, está en la destrucción del alma de Scottie.
En contraste, Scottie no es un villano sino un hombre descompuesto: arrastrado por la obsesión, la culpa y el deseo de revivir lo perdido. Su proyecto de transformar a Judy en Madeleine es la pesadilla del amor romántico llevado al extremo: no amar a alguien real, sino a un recuerdo, a una ilusión. Judy, por su parte, es el personaje más trágico: doble víctima, primero de Elster y luego de Scottie. Se convierte en una figura casi espectral, cuya identidad se diluye en el intento de ser amada.
Incluso Midge, muchas veces relegada en el análisis, encarna un dolor silencioso: la mujer real, disponible, sensata, que no puede competir con la fantasía. Su decisión de desaparecer sin alboroto es quizás la más digna y la más devastadora.
Hitchcock, formado por los jesuitas, no filma al azar. Sus encuadres, sus movimientos de cámara, sus silencios y sus luces tienen una dimensión simbólica. El célebre dolly zoom que simula el vértigo es también una metáfora del colapso de la percepción moral. La famosa transformación de Judy, bañada en una luz verde y filmada en un plano giratorio, no solo representa el regreso de una figura amada: es la manifestación de una alucinación destructiva.
Vértigo no es solo una obra maestra del cine. Es una tragedia visual sobre la violencia del deseo, la fragilidad del yo, y la forma en que el alma se puede quebrar al perseguir lo irreal. Como Orfeo, Scottie mira hacia atrás y pierde lo que amaba. Pero a diferencia del mito, no hay redención: solo vacío, caída… y vértigo.
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