La verdadera locura en Dientes de león no es la de Ineko

Hay novelas que se construyen sobre el vacío. No sobre la ausencia de sentido, sino sobre una ausencia cuidadosamente tejida, casi como un jardín zen donde lo que no está es lo que más dice. Dientes de león, del maestro japonés Yasunari Kawabata, es uno de esos textos enigmáticos. Se nos presenta como la historia de Ineko, una mujer internada en un sanatorio por una ceguera histérica. Pero basta con avanzar unas páginas para descubrir que, en realidad, ella no es la protagonista. Ella es el pretexto, el espejo, el síntoma. La verdadera enfermedad está en los otros.

Kuno, su prometido, y la madre de Ineko son los únicos personajes que vemos interactuar en tiempo real. Su diálogo, cargado de silencios, recuerdos y ambigüedades, revela una maraña de emociones descompuestas: culpa, deseo, resignación, incomodidad. Ambos, en apariencia sanos, muestran síntomas de una dolencia más compleja que la ceguera histérica: la incapacidad de asumir el dolor y la responsabilidad afectiva.

La madre, sobre todo, se revela como un personaje profundamente inquietante. ¿Ama a su hija o la ha sofocado con una atención que raya en la absorción? ¿Habla con Kuno como madre preocupada o como una mujer que lo observa demasiado de cerca, como si estuviera evaluando su propio deseo fallido? Es ella, más que Ineko, quien habita el centro emocional del relato. Una mujer que ha quedado detenida en el tiempo, rumiando un pasado que no puede reconfigurar, repitiendo una y otra vez el misterio de la caída de su hija.

Kuno, por su parte, representa el modelo de hombre moderno desconectado: racional, bien intencionado, pero emocionalmente torpe. Su culpa es muda, sus decisiones ambiguas, su amor —si es que lo hay— difuso. Ama a Ineko como se ama una flor marchita: con nostalgia, con impotencia, con una distancia que lo convierte más en espectador que en amante.

Y así llegamos a la paradoja central de la novela: Ineko parece el eje, pero es solo el vacío en torno al cual giran los verdaderos dramas humanos. No hay desarrollo clásico, ni redención. Hay algo más crudo y más auténtico: un retrato del sufrimiento emocional como algo contagioso, intergeneracional, y profundamente enraizado en lo no dicho.

Kawabata no moraliza, no diagnostica, no soluciona. Simplemente pone en escena una metáfora viva: como los dientes de león, los personajes se deshacen con el viento de lo inevitable, con esa brisa tenue pero constante que sopla sobre todas las vidas humanas: el paso del tiempo, la culpa no nombrada, el amor que no salva.

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