La semilla del fruto sagrado y la muerte del padre
En La semilla del fruto sagrado (The Seed of the Sacred Fig, 2024), del cineasta iraní Mohammad Rasoulof, la violencia no irrumpe, sino que germina. Como una planta que brota en silencio desde una tierra envenenada, el conflicto central de la película crece a partir de una herencia invisible: la pistola del padre. Este objeto —protagonista material y simbólico— no es un simple artefacto de la trama, sino el centro gravitacional que da sentido a los silencios, los gestos y las rupturas de los personajes. Y en su figura se condensa un drama mayor: el de la desaparición de la figura del padre como símbolo cultural.
Rodada en secreto y en condiciones de riesgo extremo, la película es también un acto de resistencia fílmica. Rasoulof, condenado a prisión en Irán por sus críticas al régimen, utiliza la figura del padre no sólo como núcleo doméstico, sino como metáfora del poder autoritario, opaco, y amenazante que se enquista en lo cotidiano.
La historia comienza con un gesto aparentemente menor: la visita de la amiga de la hija mayor a un hogar atravesado por la ausencia y el control. Esta joven visitante, que actúa como figura de entrada, permite observar desde lo externo una dinámica familiar marcada por la vigilancia, la represión y el miedo. Pero pronto el relato cambia de eje: ya no es la amiga el foco, sino la pistola del padre, símbolo silente de una autoridad que no se argumenta, sino que se impone. Lo que parecía un drama familiar se transforma en una tragedia de herencia violenta, en la que la memoria del padre —muerto simbólicamente por su propia arbitrariedad— se vuelve insoportable para quienes lo rodean.
Aquí es donde el film entra en diálogo profundo con Hijos sin padre, el ensayo del filósofo chileno Carlos Peña, quien sostiene que el lugar del padre como fuente de ley y orientación ha desaparecido de la vida contemporánea. En la obra de Rasoulof, esta tesis adquiere cuerpo y tensión. El padre no representa contención ni cuidado, sino amenaza latente. Su pistola no es una herramienta de protección, sino una herencia cargada —literal y simbólicamente— que los personajes no saben cómo desactivar.
La madre, centro emocional del hogar, no logra mediar ni ofrecer un modelo alternativo. No puede ser el padre, pero tampoco una guía. Es más bien la depositaria del miedo, de la angustia de saberse observada, limitada, controlada. Las hijas, atrapadas entre la adolescencia y la opresión, ensayan pequeños gestos de libertad que rápidamente se ven truncados por la sombra del padre. Y todo gira alrededor del objeto prohibido: esa pistola que nadie usa, pero todos temen.
En este contexto, el relato da un paso más. Lo que comienza como la muerte simbólica del Padre (la caída de su legitimidad moral) se aproxima gradualmente a la posibilidad de su muerte literal. Este tránsito es escalofriante y profundamente significativo: cuando el símbolo deja de funcionar, el cuerpo se vuelve el objetivo. Cuando la ley no ordena, la violencia se vuelve inevitable. La pistola encarna este desplazamiento: del símbolo a la sangre, del orden al caos.
Visualmente, Rasoulof refuerza este proceso con una puesta en escena claustrofóbica, donde los personajes parecen cercados no solo por paredes físicas, sino por estructuras invisibles de control. La represión del Estado y la represión del padre se entrelazan hasta volverse indistinguibles. La casa familiar es también un campo de vigilancia. El padre, un agente de un poder más grande. La pistola, el punto donde lo íntimo y lo político colapsan.
La película no explota. No ofrece catarsis. No hay redención ni heroísmo. Sólo queda una pregunta suspendida en el aire: ¿qué hacemos con el legado violento que hemos recibido? ¿Cómo interrumpir la cadena sin simplemente repetirla?
La semilla del fruto sagrado es una obra mayor. No sólo por su valentía artística y política, sino porque se atreve a tocar el núcleo del problema de nuestro tiempo: la crisis de autoridad, el vacío de sentido, el terror heredado. Rasoulof ha construido, en condiciones imposibles, una película que es tanto una parábola política como una tragedia griega moderna. Una que nos recuerda que cuando el símbolo muere, el disparo puede ser lo único que queda.
Comentarios
Publicar un comentario